Lic. Sandro García Rojas Castillo/Director de prevención de operaciones con recursos de procedencia ilícita/Comisión Nacional Bancaria y de Valores/sgarciarojas@cnbv.gob.mx
La convexidad de una línea en el cuerpo geométrico de una esfera no puede entenderse si no se concibe la concavidad del mismo cuerpo. Una esfera tiene una cara frontal, abultada hacia quien la observa, mientras que inseparablemente tiene una curvatura que la profundiza y la convierte justamente en esfera. Separar una y otra cara, para efectos taxonómicos, parece una tarea sencilla, pero para concebir a la esfera completa es necesario contemplar ambos efectos lineales
Lo que resulta digno de una reflexión es que, dependiendo del lado donde se observe la esfera, lo convexo es cóncavo y viceversa. Mientras que la cara frontal es proclive hacia quien la observa, la cóncava pareciere alejarse, pero en cuanto la esfera gira, el efecto es el contrario. Es decir, incluso mientras la esfera gira lo convexo inmediatamente se vuelve cóncavo y viceversa; no hay definición taxonómica, no hay plano más que el imaginario.
Existen fenómenos sociales, como la corrupción, donde puede hacerse un paralelismo al antes descrito. El sector público y el privado, el funcionario corrupto y la empresa que lo corrompe, el ciudadano que transgrede y el policía que cede la sanción a cambio de un soborno, la ineficiencia de un sistema y la necesidad de una colectividad por encontrar la vía paralela que ofrezca salida, etcétera, cualquier escenario que se quiera vislumbrar donde la corrupción subyace, tendrá necesariamente que verse con ambas perspectivas, una no se concibe sin la otra: cóncava y convexa.
Durante muchas décadas, nuestro país concedió el espacio al cultivo de distintas manifestaciones sociales como la desigualdad, la injusticia, la discriminación, y todas se incubaron en la esfera de la corrupción. Esta sirvió como caldo de cultivo donde las miríadas de gérmenes se transformaron en los adefesios o esperpentos que tanto han lastimado a millones de mexicanos.
De manera paradójica, como sucede con las relaciones entre personas que se van aniquilando lentamente en una relación, bajo cualquier argumento, ya sea un falso amor, una amistad, una relación paternal o filial, se trata de circunstancias que han sido permitidas, alimentadas, incrementadas, propiciadas, asumidas y procreadas por quienes las viven, incluso aunque de ellas se quejen o sufran día a día en sus funestas consecuencias. En la medida en que se nutren, parecen necesitarse.
Gran problema suele ser a veces que ninguna de las partes hace nada ante dicha circunstancia. Están tan hechos a la idea del uno al otro, tan acostumbrados o habituados a que así es, que incluso conciben al resto de las personas en relaciones del mismo jaez, como si todas las parejas, todos los amigos, todas las relaciones laborales, paternales, etc., tuvieran que ser así. De ahí incluso la falsa idea de que se trata de un tema casi congénito, generacional o intrínsecamente, por ejemplo, mexicano.
No se dan cuenta del daño que se generan, de las oportunidades que se arrebatan, de las consecuencias que se ocasionan y de la vorágine, cada vez más complicada, en que se envuelven.
Se trata pues de una esfera donde lo convexo y lo cóncavo se confunden, ya no se distinguen. Uno nace donde termina el otro e inmediatamente al contrario. Ciclos destructivos que se autofomentan. Las razones por las cuales un ciudadano paga un soborno, o un funcionario cede ante la tentación de ser corrompidos, podrían justificarse de mil maneras: falta de sanciones más severas, debilidad de políticas públicas e instituciones, adormecimiento de la conciencia ciudadana, medidas preventivas ineficaces, etcétera. Sin embargo, el reto no es encontrar las razones, esas las sabemos todos, el verdadero paradigma es romper el ciclo, destruir la relación entre ambas líneas que encierran al fenómeno en la esfera.
Cuando hablamos de las relaciones personales que podrían determinarse patológicas, a veces sucede que alguno de los que en ella participa (la víctima, en la mayoría de los casos), sabe en el fondo que algo de lo vivido no es correcto; sabe y percibe su decadencia; percibe que el camino que lleva acabará en mal destino y, por ende, concibe la idea de liberarse del yugo, salir de la inercia en la cual está inmerso. Igualmente, esta idea es nutrida en la medida en que aquellos que le rodean, se alarman y advierten de lo que sucede o sucederá. Son esas voces que inflamadas y constantes, anuncian, al menos, la necesidad por cambiar las circunstancias, por iniciar una revuelta, por poner fin a la relación; sentencian el asedio, maldicen la recurrencia, se lastiman por el dolor o el daño ajenos.
En el fenómeno de la corrupción, las voces que la denuncian, las víctimas que se oponen a sufrirla o las estadísticas que la miden, dejan clara la circunstancia de que, al menos, una de las partes, si bien no la está terminando, la sufre, la nota, la siente, se queja, se incomoda y la repudia.
Cualquier componente que nutra ese mecanismo de defensa, que exalte ese hartazgo será siempre bienvenido. Es la sociedad civil la alarma estridente que debe alertar de su comisión, el personaje reaccionario que debe anunciar su presencia, el cotilla, murmurador, chismoso, maldiciente que siempre aparece en el escenario. Una especie de paparazzi al que sea imposible sacudirnos; solo así, podremos integrar uno de los ingredientes necesarios para que aquello que nos resulta dañino sea visto como tal; con ello y otras muchas acciones, lograremos que la víctima que sufre a la corrupción, la vea con intolerancia, hartazgo, hastío, náusea y rechazo.